El pasado 2 de Junio se publicó en el Boletín Oficial del Estado la “Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación” más conocida como Ley de la Ciencia, en sustitución de su norma predecesora aprobada en 1986, que establece el marco general para el fomento y la coordinación de la investigación científica y técnica en el país, con especial incidencia en el Sistema Público Español de Ciencia, Tecnología e Innovación.
En su aprobación la nueva ley ha contando con un amplio consenso político y compromiso de permanencia en el tiempo. Evidentemente este objetivo de longevidad sólo se consigue con “normas marco”, que establecen una orientación pero no trazan el camino concreto.
La nueva Ley de la Ciencia no es una excepción, apunta cambios estructurales de envergadura pero deja su ejecución a otros desarrollos normativos, algunos ya acaecidos, como en la Ley Orgánica de Universidades de 2007 o la Ley de Economía Sostenible de marzo de 2011, y otros que están por venir como el Estatuto del Personal Docente Investigador.
Se cierra un periodo de más de 25 años, que comenzó su predecesora, y que buscaba impulsar un errático Sistema de Investigación falto de masa crítica suficiente. Hoy España es la novena potencia mundial en publicaciones científicas e indicadores, como el número de investigadores o patentes, han crecido en estos años de manera significativa.
Como indica la nueva Ley, ha llegado el momento de abordar un enfoque más amplio y corregir algunas debilidades del Sistema Español de Ciencia, Tecnología e Innovación, centrándose en nuevos objetivos como la mejora en la eficiencia de la investigación, el impulso a la “transferencia” de conocimiento y colaboración entre el sector público y el privado y la internacionalización de nuestra I+D+i, entre otros.
Si bien lo que más ha trascendido a la opinión pública de la Ley han sido los cambios institucionales, de planificación, y sobre todo de relaciones laborales con el personal investigador y la compra pública de tecnología, desde el punto de vista de la Propiedad Industrial e Intelectual se han afrontado algunas importantes reformas orientadas a:
– Mejorar la eficiencia de las investigaciones, a través de la promoción de sistemas de prospección o inteligencia tecnológica previa que permitan evitar investigaciones redundantes o poco relevantes. Objetivo que incluso se recoge en los deberes del investigador.
– Patrimonializar a las Administraciones Públicas concediéndoles por defecto la titularidad de las creaciones desarrolladas por los investigadores por ellos contratados. Se establece específicamente que todos los resultados de Propiedad Industrial e Intelectual resultantes de trabajos realizados por investigadores o autores que presten servicios en dichas entidades, deben ser por defecto titularidad de la misma. Una gran novedad ya que anteriormente sólo se recogía específicamente esta atribución en el caso de las patentes.
– Fomentar e incluso “forzar” la transferencia hacia la sociedad de los resultados obtenidos, bien sea a través de contratos de transmisión del conocimiento o de los derechos de Propiedad Industrial e Intelectual, contratos que se flexibilizan al regirse exclusivamente por derecho privado, o a través de repositorios de libre acceso. En todo caso entre los deberes del investigador se recoge la obligación de poner en conocimiento sus resultados y difundirlos.
Como lo fue en Estados Unidos la Ley Bayh-Dole de 1980, nos encontramos ante un nuevo punto de partida, con una orientación francamente ambiciosa y un largo camino por recorrer.