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Taylor Swift y Scott Braun: sobre las dificultades de los artistas y su copyright

  • 31 julio 2019
  • Artículos
Por Gonzalo Carreño. Abogado Marcas. Dpto Gestión de Expedientes ClarkeModet Colombia

Hace algunas semanas se inició una gran polémica en torno a la industria musical estadounidense, sobre todo en las redes sociales: la famosa artista Taylor Swift anunció que lamenta perder los derechos de sus obras a manos de Scott Samuel Braun, un mánager y productor ejecutivo de negocios estadounidense, quien, a través de su compañía, Ithaca Holdings, adquirió a Big Machine Records, que era el titular de los derechos de Copyright de los primeros seis álbumes de la artista.

Sobre esta situación, valdría reflexionar respecto al alcance y la forma de la protección de las obras de los artistas en países como Estados Unidos, lo que al final, tal vez, nos permitirá concluir por qué esta polémica seguramente no va a trascender más allá de los medios de comunicación.

Actualmente, la protección a las obras de los artistas en países con tradición de derecho anglosajón como Estados Unidos, Inglaterra o Canadá se fundamenta en el régimen del Copyright. Este se remonta a la Inglaterra de 1710, con la expedición del Estatuto de la reina Ana, que se encargó de limitar las libertades de los impresores, vendedores y terceros a la hora de disponer de las obras, para dar la tan deseada protección sobre los derechos de copia a sus mismos creadores. Por supuesto, esta disposición también incluye la potestad sobre la transferencia de los derechos en mención.

El origen y concepto de la protección del estatuto permite comprender que la esencia de la protección del régimen del Copyright tiene un carácter predominantemente patrimonial (es decir, relacionado con el conjunto de bienes de una persona o institución) y, por lo tanto, se hace de gran interés comercial, atrayendo a terceros interesados en el rédito económico proveniente de la explotación de las obras a cambio de ciertos favores a los artistas.

Aprovechando esta realidad, los empresarios den la industria musical dieron origen a las compañías discográficas, en las cuales se ha hecho común que los artistas contratados por éstas les transfieran sus derechos de Copyright a cambio de facilidades para producir, distribuir, organizar conciertos y, en general, cualquier cosa que haga llegar a los artistas a la mayor cantidad de público posible.

El hecho de suscribir estos contratos con cláusulas de transferencia de derechos provoca una situación en la cual, inequívocamente, se les otorga a estas compañías la facultad de reproducir, publicitar, realizar trabajos derivados de las obras originales, distribuir copias e inclusive transferir las obras a terceros, en concreto, elimina toda facultad de disposición de las obras a los autores.

Este es precisamente el caso de los primeros seis álbumes de Taylor Swift, producidos bajo la ejecución del contrato con la compañía discográfica Big Machine Records (Taylor Swift, Fearless, Speak Now, Red, 1989 y Reputation). Por lo tanto, no se puede afirmar que la artista perdió sus álbumes, pues el mismo contrato suscrito entre ella y la discográfica, ahora de propiedad de Scott Braun, ya había transferido las facultades arriba descritas.

Hay que entender entonces, que con la compra de la compañía discográfica, todos sus bienes, incluidos los derechos de Copyright de Swift, se transfieren al comprador. A pesar de que los mencionados álbumes ya no pertenecían a la artista, la única y remota opción que podría tener para evitar que sus discos caigan en manos no deseadas, sería seguir el ejemplo de artistas como Bryan Adams, Tom Waits y Bob Dylan, quienes hicieron uso de las disposiciones contenidas en las secciones 203 y 304 del acto de Copyright de 1978 del Congreso de los Estados Unidos.

En las disposiciones mencionadas, se prevé la terminación de la transferencia de derechos mediante la figura de la rescisión (la anulación de un contrato u otra obligación legal), buscando la protección de los artistas contra acuerdos no favorables, otorgándoles a ellos la posibilidad de participar nuevamente de los derechos de disposición y beneficios patrimoniales provenientes de la explotación económica de sus obras. Eso sí, la artista debería tener mucha paciencia, ya que estas disposiciones únicamente pueden ser invocadas transcurridos 35 años de la transferencia suscrita por ella.

Teniendo en cuenta todo el panorama, es entendible que un artista se sienta apesadumbrado por el destino de sus obras. Pero a pesar de esto, la realidad de los negocios, y del legítimo derecho derivado de los contratos suscritos con las compañías discográficas permiten que esta situación se presente, sobre todo en un sistema en el que prima tanto el aspecto patrimonial como lo es el anglosajón. Como se dijo, la alternativa que le queda a Swift no es precisamente la más pronta y garantista.

Es importante hacer la salvedad de que lo sucedido en un país como Estados Unidos no significa que en Colombia vaya a suceder lo mismo. De hecho, la regulación de Colombia tiene sus fundamentos en el Droit D’auteur francés, caracterizado por dar protección a los autores en dos vías: una patrimonial (asimilable al funcionamiento del sistema de Copyright) y otra moral, no transferible e irrenunciable y que obra como una garantía al arduo trabajo creativo de los artistas. Es por ello que se aconseja el conocimiento de la protección de estos derechos por parte de los autores y el depósito de sus creaciones ante las autoridades correspondientes, siendo para el caso colombiano, la Dirección Nacional de Derechos de Autor.

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